viernes, 18 de abril de 2008

Mejor el dragón que mamá, el grifo que papá, la bicha que la yaya…y así hasta cinco generaciones anteriores a la mía. Tantos monstruos medievales habían en aquella vetusta y derruida, preciosa y espléndida iglesia románica... No parecía gran cosa al estar casi engullida por un follaje espeso. De repente, pocos pasos antes, mi padre me dijo: “cierra los ojos”. Y cuando los abrí, aparecieron ellos, majestuosos ante mi mirada, con sus muecas grotescas, casi de máscaras griegas. Aquel día algo cambió en mí. Supe que aquel era mi sitio. ¿Por qué? es difícil de decir. Un ermitaño no siempre atiende a razones.